Mi camino en el arte no empezó en una galería elegante ni en una escuela de arte. Crecer en Windsor, Ontario, significaba cero escena artística tradicional: ¿galerías? Prácticamente inexistentes. La música estaba viva, claro, pero hablamos de conciertos de punk crudo y ruido experimental, no precisamente del ambiente convencional.

¿Entonces, dónde encontré mi vía creativa? La calle me dio el grafiti. La tele del sábado por la mañana me alimentó con dibujos animados. Y la música extrema—metal, hardcore, cuanto más pesado mejor—se convirtió en mi banda sonora. Esas tres fuerzas lo moldearon todo. Expresión cruda, imágenes atrevidas y esa energía anti-establishment que se respira en las escenas underground.

¿Esa mezcla de arte urbano, narración animada y paisajes sonoros intensos? Ahí nació mi estética. No hacían falta museos. Solo paredes para pintar, cintas para reventar y unas ganas de crear algo que se sintiera auténtico.